miércoles, 17 de septiembre de 2008

250 AÑOS EN EL OLVIDO

El articulo fue originalmente publicado en la revista clio del mayo del 2008, pág. 110.
Nombre original del artículo ROBESPIERRE. 250 AÑOS EN EL OLVIDO de Laura Manzanera.






El 6 de mayo se cumplen 250 años del nacimiento de Robespierre, que llevó la revolución hasta sus últimas consecuencias y lo pagó con su vida. Fue un héroe para algunos y un verdugo para muchos. Hoy ninguna estatua lo recuerda en París.

En cierta ocasión, Salvador Dalí aseguró ser como Robespierre, quien en un día, al ver a unas personas correr, las imitó hasta que le preguntaron por qué lo hacía. Reconoció entonces que, aunque ignoraba la razón, “debía estar siempre a la cabeza de todo”. El francés ansiaba destacar, y lo logró. Tal vez su nombre de pila, Maximilien, vaticinase su capacidad de liderazgo, que lo convirtió en el máximo dirigente de su país.
En otro tiempo, su origen burgués le habría impedido alcanzar tal poder, pero los vientos revolucionarios facilitaban el “hombre hecho a sí mismo”. Además, Robespierre tenía experiencia en superarse. Era huérfano de madre y su padre lo abandonó, lo que seguramente lo hizo más responsable. Acaso fue la penuria económica la que inspiró su compasión por los desfavorecidos. Pudo estudiar gracias a una beca, y fue un niño pobre en un colegio de ricos, donde hubo de dar un discurso de bienvenida a Luis XVI y María Antonieta. ¡Él, que acabaría siendo el responsable del trágico final de la pareja!
Su esfuerzo se vio recompensado; estudió Derecho y ejerció de abogado. Pronto destacó por su oratoria, que adiestró en las animadas tertulias del café Procope[1].

UN REVOLUCIONARIO CON AIRE ARISTOCRÁTICO

Era delgado, de frente despejada, cabellera ondulada y nariz achatada, y su aspecto era a menudo motivo de mofa. Considerado por muchos un pedante, fue muy criticado. Era elocuente, pero aburrido, poco espontáneo. Su mayor fuerza radicaba en que creía todo cuanto decía.
Su decisión de vivir en casa de unos artesanos, alejada de la mayoría de los revolucionarios, lo define como honesto. Pero, a pesar de que su estilo de vida era mucho más espartano que el de sus correligionarios, Maximilien intercaló entre nombre y apellido el de que escondía sus orígenes con un aureola de falsa aristocracia.
Comulgó con la idea de la igualdad de derechos –a él se debe la máxima “Libertad, igualdad, fraternidad”– y se empeñó en ser un ciudadano más, pero no quiso claudicar ante la moda revolucionaria. Nunca llevó pantalones, ni pelo largo, ni gorro frigio. Prefirió encasquetarse una peluca empolvada y lucir pañuelo al cuello, casaca, chaleco, calzón oscuro, medias claras y zapatos con hebilla de plata.
Al margen de su distinguido atuendo, se ganó el sobrenombre de Incorruptible. Pero de incorruptible pasaría a ser innombrable, pues su figura sufrió algo parecido a lo que los antiguos romanos llamaban damnatio memoriae (“condena de la memoria”), que suponía borrar de un plumazo el recuerdo de algún emperador no grato.

“EL TERROR SOY YO”

Convencido de que la soberanía residía en el pueblo, tomó las riendas de la Revolución. Fue el primer en defender el derecho a existir, algo que hoy nos parece una verdad de Perogrullo. Enemigo de la pena de muerte (¡ironía de destino!, se calcula que durante su reinado del terror fueron ejecutadas unas 42.000 personas), estaba también en contra de la esclavitud y de la guerra. Al no poder imponer la unidad revolucionaria, aplicó purgas a diestro y siniestro. De ser visto como un demócrata, el nuevo dueño de Francia fue tildado de dictador, un terrorista de Estado capaz de conducir al cadalso incluso a sus amigos. Si el todopoderoso Luís XIV había pronunciado aquello de “El Estado soy yo”, Robespierre bien podría haber dicho “El terror soy yo”.
Llegó a lo más alto y por eso su caída fue más dura. Fue uno de los hijos de la Revolución que ésta devoró. Consciente de haber perdido el apoyo popular, intentó suicidarse de un tiro, pero sólo consiguió fracturarse una mandíbula. Nada ni nadie pudo salvarlo de la guillotina a la que tanto había hecho trabajar. Su fama no pudo sobrevivir al caos.
A pesar del mal sabor de boca que había dejado, meses después de su muerte, más de uno susurraría: “Al menos, con Robespierre había pan”. Para muchos, fue el primer gobernante socialista; para otros, el primer dictador moderno, un auténtico monstruo. Ninguna estatua lo recuerda hoy en París. Solo ha existido un Robespierre, pues fue uno de esos personajes irrepetibles y, por tanto, inimitables, como lo fue Dalí.


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[1] El Procope es uno de los más famosos y antiguos bares-restaurante de París. Situado en el 6º distrito, en la rue de l'Ancienne-Comédie, 12. Es una cafetería de artistas e intelectuales que Voltaire, Diderot y d'Alembert frecuentaban.

2 comentarios:

elgrifoazul@gmx.es dijo...

de Robespierre me gusta su lado bueno. Un gran izquiedista

elgrifoazul@gmx.es dijo...
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